30 de julio de 2009

PEQUEÑA HISTORIA DEL CINE PARA USO DE LOS NIÑOS. LOS ESTUDIOS.


En un comienzo las películas se hacían como se podía, a lo guapo. Una cámara, dos o tres actores que acarreaban los equipos y uno o dos más que hacían de productor, director, chofer, camarógrafo, cocinero o lo que hiciera falta. Eran como una compañía de cómicos de la legua o de gitanos errantes. En esa época el cine era nómade. Después llegó el sedentarismo y con él, la civilización. Pero aún hoy en el mejor cine queda ese espíritu cimarrón y las ganas de mandarse a mudar al monte y hacer lo que uno quiera con el celuloide.

El cine nació anarca (que no anarquista como tontean algunos irresponsables) y como anarca construyó templos donde ocultarse a los ojos de los enemigos del Espíritu y hacerse pasar por ciudadanos respetables y todo.

Para que esto ocurriera, se tuvieron que juntar lo mejor de los judíos y lo mejor de los católicos, más algunos protestantes rebeldones a las zonceras de sus congéneres. Ellos, unidos en un tácito pacto de caballeros, construyeron Hollywood y en esa ciudad fronteriza y sin ley, instituyeron los Estudios como templos en los que primaba la Ley del Cine (el niño cinéfilo no debe confundirla con los papeles inservibles que salen con tachones y enmiendas cada tanto del edificio de Lima 319, donde reside esa institución con nombre de imperio indigenista a la que le sobran una A y unos cuantos asesores rentados).

En Hollywood llegaron a haber muchos estudios, de todos los tamaños, pero solo cinco fueron los llamados grandes: Metro Goldwyn Mayer, Warner Brothers, Paramount, Columbia y RKO. Eran dirigidos por sus propios dueños y no como ahora empleados a los que el cine les importa tanto como el sushi, los Cosmopolitan y sus bonus anuales por productividad.

Jack Warner era un señor intratable, un gruñón y un mandamás según dicen los historiadores del cine. Lo que se callan era todo lo que sabía de cine. Sabía más que todos sus directores y guionistas y actores y compositores y escenógrafos juntos. Sabía mandarlos a todos ellos y decirles que películas hacer. Porque era dueño del estudio. Y porque sabía más que ellos lo que había que hacer, que es la mejor razón para que un hombre mande a los demás.

Un día Harry Cohn, otro mandamás y cascarrabias de mala fama entre los gacetilleros, estaba mirando por primera vez una película que habían hecho sus empleados de la Paramount. Todos esperaban con mucho miedo la opinión del jefe. Cuando terminó la película, el mandamás se desperezó y dijo con un bostezo: “A esta película le sobran diecisiete minutos”. Uno de esos hombrecitos que nunca faltan alrededor de un gran hombre preguntó, petulante: “¿Y Ud. como sabe que son diecisiete exactamente?” “Porque hace exactamente diecisiete minutos que me duele el culo” respondió Cohn y se fue a seguir pensando películas para hacer en su estudio. Y esta es la respuesta que el niño cinéfilo debe dar siempre que una película lo aburre a él y a su culo, que en asuntos de cine muchas veces sabe más que la cabeza.

Hoy en día de los estudios quedan solamente los nombres, pero los que los crearon están todos muertos y enterrados en los cementerios que están al lado de sus estudios, como si eso sirviera de algo. Por las noches en esos cementerios se pueden escuchar voces. Algunos se asustan y salen corriendo. Otros se acercan y pueden escuchar las cataratas de puteadas de los Cohn y Warner y Goldwyn y Mayer que no pueden creer lo que están haciendo con sus estudios. A veces por las noches salen en patota de fantasmas a asustar a los directivos mediocres que usurpan sus sillones de jefes. Pero estos ni se enteran. Al otro día van a su psicoanalista de 300 dólares la sesión para que los cure de lo que suponen son pesadillas. Y así andan hoy el mundo y el Cine.

En nuestro país, en una época lejana y dorada, que a esta altura ya parece contemporánea de la Ciudad de los Césares, también existieron algunos Estudios dignos de ese nombre, los únicos de nuestro sub-continente: Lumiton, Estudios Filmadores Argentinos, Argentina Sono Film, Estudios San Miguel y otros más.

Durante casi dos décadas fueron cobijo y hogar de nuestros mejores y más lúcidos artistas. Y sus películas divertían de lo lindo a los abuelos y bisabuelos del niño cinéfilo (si los tiene vivos, pregúnteles; si los tiene muertos, hónrelos), muchos de ellos recién bajados de un barco o viejos criollos con ganas de construirse una imagen del Mundo acorde con su Espíritu y su vivencia de esta pampa bárbara y sublime.

Hoy en día de esos estudios quedan solamente algunos tinglados que se usan como gallineros con luces desde donde emitir programas de televisión que se dicen de “entretenimientos” y que ya nos tienen aburridos a todos. Y así andan hoy el mundo y el cine argentino.


28 de julio de 2009

APOCALIPISIS, DENTRO DE UN RATO.

TERMINATOR 4 (TERMINATOR SALVATION, 2008)
Dir: McG.

Algunas reflexiones alrededor y sobre Terminator 4. Si el tiempo nos acompaña, reincidiremos con una segunda parte.

Así como el Aliens cameroniano era la expansión física y material del monstruo único que daba nombre a la saga, que de singular pasaba a ser legión como el nombre que menta, aquí el singular Terminator se transforma en una multiplicidad de monstruos a cual más inquietante. No es el menor de los aciertos del filme, plantear esta omnipresencia de lo monstruoso maquinal que cubre todos los elementos: aire, tierra, agua y por supuesto fuego, al que las máquinas son inmunes, último bastión de su inhumanidad a la que ningún fuego purificador puede tocar, ningún Torquemada liberar, corregir o castigar. En su avatar acuático, los terminators combinan la brutalidad incansable de una máquina al espíritu avieso de un caimán y un tiburón, magistralmente resuelto desde lo icónico, donde lo demoníaco de una máquina está basado en el ancestral temor a los sub-humano por excelencia: los reptiles.


En este capítulo de la saga, John Connor (J.C. recuérdese, igual que su creador James Cameron) el futuro salvador y guía de la humanidad posapocalíptica, asume por vez primera y completamente su ser heroico de raigambre militar, volviendo tensión (poniendo esta ficción el dedo en la llaga como pocas veces) la siempre problemática relación entre las funciones sacerdotal y guerrera que señalara como centro de la constitución de Occidente, Georges Dumézil.
Así John Connor es un soldado subordinado militarmente a una cúpula (interracial, “global”) que está cayendo en el mero pragmatismo o que no tiene herramientas, digamos míticas, (o mejor digamos “teológicas”) con las cuales enfrentar a las máquinas. Como consecuencia de un uso unilateral de la inteligencia, son derrotados por las máquinas, cuya “inteligencia” es superior en sentido mecánico cuantitativo. Por lo cual el héroe, deberá recurrir a sus reservas teológicas y reactualizar su naturaleza crística (J.C) para vencer a las máquinas, que no tienen parámetro alguno para medir este factor, diremos “espiritual”. Nos explicaremos: John Connor se sabe desde siempre destinado proféticamente a ser el líder y salvador de la humanidad toda, pero debe lidiar con su naturaleza humana y aún con su naturaleza particular de guerrero, camino en el cual puede recaer cíclicamente en su “destino” (Dumézil nuevamente), es decir su hybris, creerse autónomo. Esto es corregido cuando decide sacrificarse, correr un riesgo absurdo en un pacto con una máquina que se cree humana, el inefable Marcus (tal vez el más impactante personaje de toda la saga Terminator), poniendo en riesgo la salvación de la Humanidad por “salvar” el ser inferior que es Marcus, así como JC entregó su vida por el Hombre, ser también escindido entre una naturaleza caída y una aspiración a la plenitud de lo trascendente. Así in extremis Marcus, reconocerá la preeminencia de la naturaleza de John Connor y se sacrificará en tanto humano para salvar al salvador de los humanos. Y lo hará donando justamente su corazón, centro espiritual, en este caso y paradojalmente “mejorado” por las máquinas.


Con esta entrega el universo Terminator incorpora autoconscientemente a los antecesores de la saga y aún a sus exegetas posteriores. Así encontramos citas puntuales a los viejos y buenos Mad Max (la salvaje niña muda) y a V, invasión extraterrestre (Michael Ironside), así como guiños a los hermanos Waschowski cuyo Matrix tiene más que evidentes deudas con la creación cameroniana. (1)


A la manera de la Ripley del Aliens cameroniano, que despertaba para comprobar dolorosamente que la hija que dejara con 5 años, había fallecido de cáncer a los 80 años, en este absurdo dolor al que las paradojas temporales que debe sufrir el Héroe, aquí también John Connor asiste brillantemente a la iniciación de su propio padre, el aún adolescente Kyle Reese. En una resolución si no nos equivocamos jamás plasmada ficcionalmente, John Connor es la figura mítica que impulsa a su futuro padre Kyle, a ser un valiente soldado, en haras de conseguir un emblema de su coraje, que finalmente le será dado por su hijo. Y en este doble reconocimiento especular, nuestro Héroe se verá enfrentado al descubrimiento de que lo que heredará de su padre es este valor que el mismo ha ayudado a convertir de virtualidad en acto…


Este Terminator pone también en entredicho, como casi todo el cine de este tibio arranque de siglo, la noción de auteur. Como no sentir la tentación de deslindar méritos en este capítulo entre el director (menguados), los guionistas, el responsable de los efectos visuales y el mismo Christian Bale, tal vez el único actor de su generación con estatus icónico propio (ver su recreación de Batman y su desdoblada composición en The Prestige, aunque ahí caramba! se topa con uno de los pocos autores que ha dado toda una generación, Chritopher Nolan…)


Notas

(1) Prometemos aquí un futuro estudio sobre el impacto de la obra de Cameron en sus contemporáneos y seguidores. Vg. los citados Waschowski en Matrix, Rob Cohen en Daylight y aún en viejos maestros como de Palma, ¿o es que aún queda alguien que crea que es una “casualidad” que en la obra del buen Brian haya ocurrido algo llamado “Mission to Mars”?